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sábado, 8 de octubre de 2011

La noche de los ayamanes, Héctor Mujica




Editorial : Pomaire
Año de publicación y de esta edición: 1988



Generalmente, cuando me hago de un libro –o de varios en el mismo momento- en una librería de viejo, suelo revisarlo someramente, para ver si las hojas están en buen estado, no está pintarrajeado, con dedicatoria a alguna persona y cosas del estilo, y, normalmente no son los que leeré en días posteriores a la compra: entran a la –larga- fila de espera que ya hay. Así fue con este ejemplar de la editora venezolana Pomaire que trae la infelicidad (para mi, que me priva de tres relatos, y para ellos, si es que todavía existen, por la mala imagen que dejan: a los clientes potenciales de esta editorial, revisen los libros antes de pagar por ello) de repetir páginas, haciendo que las que deberían estar en su lugar no estén. Así, vienen repetidas desde la página 97 hasta el final del libro, la 123, en donde deberían estar desde la página 33 hasta la 64, hecho que excluye tres cuentos (“La aparición de mister Reagan”; “La muerte del general” y “La ignominia”) de este conjunto de nueve. Caballero no más.

El estar en un país donde el castellano no es la lengua oficial, ni la segunda opción –el inglés lo es de lejos-, el encontrar literatura en nuestro idioma en una librería es ya motivo de alegría, más si es literatura de países –aunque de la región- a la que no asocio con escritor alguno; como podrán ver, mi ignorancia es grande.
Héctor Mujica (Carora, 1927 – Mérida, 2002) no es un nuevo escritor, cuenta con varias obras en su haber y varios relatos suyos fueron considerados en antologías de escritores latinoamericanos, a pesar de todo ello recién supe de su existencia cuando encontré este ejemplar en el anaquel de la sección “livros em espanhol”.

Abre con el cuento que da título al libro, siendo éste un relato fantástico, interesante, aunque algo enreverado. Desde aquí se percibe el buen manejo del idioma del que Mujica hace gala, característica que se mantendrá en los demás relatos. Hay una mezcla de personajes reales como Nicolás de Federmann, el hombre de Ulm, aquel explorador y cronista alemán (aunque nacido en Valladolid) quien recorrió Venezuela a mediados del siglo XVI en busca de oro, y una tribu de recios enanos guerreros, los ayamanes. Mujica se revela como un admirador de Federmann, convirtiéndolo en el personaje principal de este relato, probablemente basado en “Historia Indiana (1557)”, obra donde Federmann describe haber encontrado seres no mayores de cinco palmos (115 cm.) en esas ignotas tierras caribeñas. Los aborígenes Ayamán realmente existieron (o existen, no estoy seguro) y su territorio comprendía lo que actualmente son varios estados y municipios venezolanos. Lo que Federmann hacía era fantasear con el nuevo mundo que él iba descubriendo (sería muy interesante encontrar aquel libro), y lo que Mujica hace es fantasear sobre la historia que conoció en aquella lectura.

No quiero saber nada de nada” es lírico, y aunque el relato sea corto Mujica se da maña para que el joven inconformado con lo que sucede a su alrededor exprese su rabia, su arenga, su esperanza, dando como resultado un cuento muy armónico.

Por más que Mujica intente aliar el tipo de la escritura de “Los cadáveres son viandantes taciturnos” al del relato que da título al libro, éste está lejos de conseguirlo. En un lugar donde la muerte palpita más que la vida Hans y Carlos observan la barbarie que encuentran a cada paso que parece ser el cotidiano. A través de este cuento se nos muestra la dura realidad mezclada a aquel ensordecedor ruido en ritmo de merengue que vomita los parlantes de un bus. El final me deja en el aire, encontrando el relato totalmente insustancial.

El tiempo de la solterona” es producto de la tristeza. Un hombre desde su profunda soledad rememora un antiguo amor, Estela, una solitaria mujer, y en su búsqueda encontrará en quien menos imagina información sobre ella. El relato triste en la mayoría de sus líneas me es agradable, aunque joda la probabilidad de un final feliz. Por cierto, con este relato conocí la expresión: “niguatoso”: me encantó esta palabra.

El final de “La verídica historia de María y José” no jode para nada, por el contrario, agrada, y mucho. Pero no sólo el final: José, simplemente José, encuentra entre la multitud a quien no buscaba, pero ansiaba, y, luego de tenerla se le hará insoportable el descubrir una dolorosa verdad sobre ella. El remate del relato lo encuentro sencillo pero sabroso.

De mis propios funerales” es el relato que cierra este conjunto. Aquí un hombre planifica su funeral hasta el más mínimo detalle, y entre sus diversos planes cuenta con una sola certeza, quizá el detalle más importante: el tener alguien quien le llore.

El libro como conjunto no llega a ser memorable pero hay muchos trechos en que al no esperar nada al adquirir el libro me llegó a sorprender gratamente. Quizá la sorpresa hubiese sido mayor si los de la Editorial Pomaire no lanzaban al mercado un libro mutilado, totalmente impresentable. Una lástima.




La verídica historia de María y José

La gente anda por allí haciéndole guiños a la vida y frunciéndole el ceño a la muerte. Andan todos confundidos en un remolino de gestos, cosas, situaciones. Envueltos en un aura de alegrías, nostalgias y tristezas, como un bolero. Fieros, implacables, dominantes, autoritarios y solitarios, los dueños. Mansos, arrebujados en su tristeza de la niebla, perdidos en el acontecer cotidiano, los pobres. Golosos, insaciables, ahítos del contorno, los ricos. Acaso ¿solamente un niño se salva de esta oquedad? Un niño que se quedó mirando los ramajes como la arboladura de un barco que nunca parte.

La gente anda por allí, mirándose los unos a los otros, escudriñándose el alma con la mirada, escarbándose ponzoñosamente las entrañas, royéndose las almas turbulentas y turbias. Un pañolón de tristeza les envuelve cada mañana y al anochecer surge el lobo que todos llevan por dentro y comienzan la gran cacería.

Rafael, Ernesto, Antonio, José, simplemente José o Juan, el gran enfermo, miran todos el infinito en procura de un gran amor. Todos están enfermos. Todos, andan en procura de la aurora, un alba que jamás llegará por que nadie está preparado para encontrarla. Para encontrar las cosas hay que buscarlas, y ni Rafael, ni Ernesto, ni Antonio, ni Juan, ni José fueron enseñados a saber buscar.

Como el viejo a quien dijeron que al niño jamás le enseñaron a sentarse, ni a amar. Y después fue la locura, el acoso, el acecho, el asedio por la fortuna. Todos andaban errabundos y marchitos. Así de simples, las cosas …

Lo supe desde el primer momento en que José, simplemente José, asomó su testuz entre la multitud y una flor de loto se abrió por entre la muchedumbre y comenzó a crecer descomunalmente como un ave solitaria entre la gente. Ya yo sabía que José era el predestinado, el que habría de anunciarme la buena nueva del otoño, pero no tenía convicción suficiente de saber cuándo. ¿Cuándo habría de ser la revelación? Era José, simplemente José, el del otoño.

Había vivido siempre su vida como su vida misma le había instruido, le había enseñado a vivir como la vida misma nos enseña a vivir cada día de la vida que pasa, se enrolla en sí misma, se desenrolla, vuelve a acurrucarse y luego saca su gran lengua de serpiente venenosa, o se alisa suavemente en el piso donde pasamos, pisamos, pusimos, posamos, pesamos, el cuentagotas de la vida que pasa, va pasando, deja de lado la muerte que le acecha y el pobre José, José simplemente, descubre entre la muchedumbre el rostro que procura.

Era ella, no había la menor duda. Ella, la incontrolable, la siempre perseguida, la que había visto desde niño entre las enaguas de la madre. La bella María, la de los ojos magníficos, la del talle esbelto, la de los pliegues y protuberancias que le hicieron presentir en la adolescencia tibias tardes entre fragantes sábanas apenas deslizadas con su promontorio para que ella se refocilase, tierna, débil fosforescencia, encendida desde la tarde hasta el anochecer, cuando, ya desfallecidos, poseídos por todos los ángeles, entrasen en el orgasmo nocturnal, más cerca de Dios que nunca.

Fue allí, entre la multitud abigarrada y compacta, seres desnudos en colas de autobuses, mugrienta podre de todos los días a las mismas horas, famélicos, enjutos, gordos hidratados por la mala alimentación, cuando y donde surgió su cabeza, la de María, como un hallazgo imposible.

Tomó el mismo bus, siguió la misma ruta, llegó hasta su paradero y cuando ella bajó él también lo hizo. Quiso llamarla, advertirla, decirle que su presencia sobre la tierra sólo se justificaba en este encuentro, cuando la gente anda por allí, marchita, silenciosa, cada quien tratando de ser, de seguir siendo, o de encontrarse consigo misma entre la diáspora de la infelicidad cotidiana, abrumadora.

Así lo hizo una y otra vez. A la misma hora. El mismo bus. La misma ruta. El mismo camino que se le tornaba vereda insondable entre la oscuridad de la calleja por donde decidió bajar una noche para hablarle, hablarle, hablarle, decirle que era ella una revelación, un regalo de los dioses, que la andaba buscando desde siempre, desde las paraparas negras y lustrosas y los papagayos azules penetrando todos los cielos.

Era María, su María. Lo supo desde el mismo momento en que el autobús Antímano-Los Paraparos le salió al encuentro. Y en esta noche sí, que sí estaba dispuesto a declararle el amor más grande de la tierra, el más turbulento del universo, el ciclón más devastador de todos los mares, el huracán incontenible de su pecho, una uva gigante que en el lagar se confundió con las mejores de la creación. Estaba enardecido. Debía hablarle, hablarle, hablarle, y no sabía cómo. Eso que llaman comunicación. Quería comulgar con ella. Haber ayuntamiento. Entregarse entre sus piernas. Lamerla como un gato. Y quedarse catatónico al final de la fiesta del amor.

Estaba en los primeros días de la creación. Él sabía, simplemente José, que María, su María de Los Paraparos de la Vega, asuntina, anunciadora de suaves dolores amorosos, sería la suya, su María, anuladora de todos los males, exquisita exhumadora de los terribles exorcismos a que hubo de someterse cuando, peón en Barlovento, la bruja le dijo que un gran maleficio se le adivinaba en la piel, en los entresijos, en la oscura conciencia magullada por tantos golpes propinados por la caprichosa naturaleza.

Por fin pudo hablarle a María, su María. Fue como un destello de exultación maravillosa cuando vio sus dientes cuasi perfectos, tan horizontales como blancos, y sintió que su mirada le penetraba hasta el semen. Acalló su premura y la tomó de la mano. Entraron juntos a un hotel donde había un rumor de algas, de líquenes, moluscos y crustáceos que se entretejían de la noche hasta la aurora. Sintió un sabor acre en la boca. Pero, al mismo tiempo, deglutió aquel liquen que se le tornó agridulce cuando sintió en su lengua la lengua maternal de todas las edades. Está con María. Él, simplemente José.

Era la medianoche cuando volvió a ver la gente, que anda por ahí, ensimismada, en busca del autobús. La condujo hasta donde la obtuvo. Una carrera de taxis era imposible. El mismo autobús. La misma ruta. El mismo camino.

Cuando llegaba, un hombre, otro hombre, esperaba a su María.

No supo más de sí. Un disparo en la noche. Un cuerpo que no pudo incorporarse. María estaba allí, flamante, imperturbable. Como una diosa.

José, simplemente José, no tenía respiro.

La gente se agolpó ante el cadáver. Murmuraban. Andaban por allí, haciéndole guiños a la vida y frunciéndole el ceño a la muerte.

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